Masturbándome para no volverme loca
Intento contenerme, pero no puedo.
Mi coño se indencia sin solución en un descontrolado vultunro de insatisfacciones.
Cuando veo al jardinero cuidar nuestro jardín sin camiseta, con ese torso esculplido en cordilleras de tentaciones malsanas, regando con su enorme manguera las sedientas y afortunadas plantes, me tengo que frotar el húmedo vacío que me sulfura.
No es honroso para una mujer de buena familia como yo, esposa y madre, tener esta endemoniada depravación entre las piernas. Pero después de una reunión de trabajo, no puedo evitar frotarme como una perra en la silla donde ha estado sentado mi jefe, ese déspota y rufián autoritario.
Puede que ver al nuevo socorrista de nuestra piscina comunitaria, con ese color tostado de su piel, sus tatuajes, la vena hinchada de sus bíceps, ese bañador naranja trufado de masculinidad, sea más suficiente para perder la compostura.
A veces pienso que con un pollón definitivo y concluyente en mi vida dejarían de atormentarme estos pensamientos lujuriosos.
Que de ese modo no tendría que estar suplicándole constantemente a mi joven fisio
una atención urgente en mis ligamentos inguinales. Encima me cuesta el orgasmo 50€.
Bien pagados, desde luego. No me quejo.
Pero por la noche sigo igual. Me llega el olor al sudor de aquel maromo que trajo por la mañana a la oficina el recambio de las garrafas de agua y me imagino que me coge en volandas como a uno de esos pesados bidones y me folla viva contra la pared delante de todos mis envidiosas compañeras.
Pero lo mío va más allá. Una mala contestación de un cliente, si es guapo y seguro de sí mismo, despierta en mí una indigente necesidad de someterme a un macho. Será algo psicológico y se podrá tratar, no lo pongo en duda, pero me veo humillándome de todas las formas imaginables
al capricho de ese señor.
Entro en el cuarto de baño y me vengo encima mientras me imagino lamiendo los pies de ese tío y cosas aún peores. Definitamente soy una perdida.
Todo viene de muy atrás, desde el momento en que encontré a mi padrastro duchándose por primera vez y me masturbé observando el pollón ganador que le había arrebatado el puesto a mi padre en mi vida. Estaba envenándome con el placer de saber que un hombre más macho que mi progenitor había ocupado el lugar privilegiado del padre en mi mente femenina y encima aliñada con unos celos enfermizos porque se follaba a mi madre como trofeo de su victoria. Por culpa de esa injusticia, cuando me corrí, le supliqué que me diera permismo para meterme en la boca aquel mástil y saborear la salada esencia del victorioso. No era mi padre en términos biológicos, pero psicológicamente dejé que la figura paterna me llenara la cara del semen fecundador.
Ese sometimiento erótico ante una supremacía masculina que nunca admitiría durante una comida familiar, ha hecho que mis prácticas onanistas me hayan llevado a disfrazarme de ridícula conejita y pajearme delante de una obra repleta de sudorosos e vulgares obreros de la construcción. Con sus manos curtidas y cuerpos testosterónicos. Todos sucios y rugiendo como machos alfas compitiendo por la hembra en celo. No logro aguantar mucho sin que mi coño estalle en burbujitas de vicio al escuchar las enormes barbaridades que me dicen esos hombres.
¿Un policía poniéndome una multa por aparcar mal? Mira esa cara pétrea e inflexible detrás de sus gafas de aviador. Seguro que no me quita la multa, aunque le haga una mamada, aunque la lama el culo. No me la quitará y la pagará mi marido, joder, sí.
Ay, ay, esos gritos de placer que atraviesan las paredes del vecinorro cuando se liga alguna putita de por ahí. Todos los días una nueva. ¡Qué éxito de hombre! Las atrae como perras en celo buscando el aroma machoril del amo. ¡Cómo gozan las muy zorras! Tiene que follar de maravilla,
no como el inútil de mi marido.
Dios santísimo y su grandísma puta madre. Esos vídeos de blacked.com han trastocado mis referentes de deseo y necesidad. Ahora sólo considero hombres a un maromo negro y tatuado hasta las cejas
con una tranca enorme y venosa. Mierda. Y esa prepotencia. Esa seguridad en sí mismos.
Una reunión familiar con mi cuñado marine aumenta mis visitas al servicio.
Ese cuello que parece un tronco, esos brazos de mar, esa voz profunda y grave.
Joder, lo que daría por lamerle las axilas.
Mi jefe me ha enviado un email encabezándolo con: "Hola, putita". ¿Se habrá equivocado?
¿Lo habrá hecho a propósito?
No me quiero hacer ilusiones. No tendré esa suerte. No puede ser verdad. ¿Se habrá dado cuenta de que no puedo llevar braguitas mientras él esté cerca, porque las pongo perdidas?
Mirar cómo unos hombres pintan nuestro cuarto de matrimonio con esos monos de trabajo y con los antebrazos jaspeados de gotitas blancas hace que me tenga que esmerilar el coño con urgencia.
¿Por qué no me salpican un poco? Pero no de pintura, no, sino de semen. Porfi.
Que mi marido invite a un amigo y este empiece a contar historias de cómo le quitaba las novias a todos sus amigos, incluido al lelo de mi esposo, porque era un macho alfa para nada romántico pero con unas increíbles dotes como follador, hace que me ponga como una fregona.
"Ay, sigue contando. ¿Y a mi marido qué novia le quitaste? Cuéntame los detalles, hostia puta".
Sí, señor fontanero. Es justo ahí donde gotea. Bueno, y aquí entre mis piernas también un poco.
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